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La Presidenta del Parlamento Europeo
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Septiembre de 2000
 
Sra. Nicole FONTAINE, Presidenta del Parlamento Europeo

La pena de muerte - Carta abierta al pueblo de los Estados Unidos de América
 

El Parlamento Europeo, voz democrática de los 370 millones de europeos que constituyen hoy la Unión Europea, no puede comprender, en una inmensa mayoría que agrupa a todas las nacionalidades y sensibilidades políticas que lo integran, que Estados Unidos sea, de entre las grandes democracias del mundo, la única que no renuncia a pronunciar y aplicar la pena de muerte.

Cada vez que se anuncia una ejecución en uno de los Estados de vuestro país, la emoción y la reprobación que se suscita adquieren hoy una dimensión mundial. Todas las intervenciones de las más altas autoridades religiosas o políticas pidiendo clemencia ante los Gobernadores de quien depende la decisión final son sistemáticamente desoídas.

La reciente ejecución de Rocco Derek Barnabei ha suscitado especial emoción en Europa, tanto por subsistir dudas, una vez más, sobre su verdadera culpabilidad, como por ser su familia originaria de un Estado miembro de la Unión Europea: Italia.

Las gestiones diplomáticas que muchos de nosotros realizamos ante el Gobernador de Virginia, a instancias de las personas allegadas al condenado y de varias asociaciones defensoras de su causa, fueron todas en vano. Quisiera hoy tomarme la libertad de dirigiros esta carta abierta, no en tono aleccionador, sino desde el espíritu de diálogo leal propio de la amistad que une a nuestros dos grandes continentes.

A este lado del Atlántico, donde no se discute que vuestro gran país simboliza la libertad y la democracia a lo largo y ancho del mundo, nadie ha olvidado lo que Europa os debe por haberle ayudado a recuperar la libertad al precio de la sangre de vuestros hijos durante las dos últimas guerras mundiales; nadie discute que la pena de muerte ha sido declarada constitucional por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos; nadie niega ya que en los casos de pronunciamiento de pena capital largos años de procedimiento ofrecen a los condenados la posibilidad de instar una revisión de sus procesos; nadie niega tampoco el derecho de toda sociedad organizada a protegerse de los criminales que amenazan la seguridad de personas y bienes y a castigarlos en consecuencia.

Europa no olvida que hasta fechas muy recientes se sirvió también de la pena de muerte, y a menudo con crueldad. Mientras algunos Estados ya la tenían abolida hacía tiempo, bien en sus códigos penales bien en la práctica, hace menos de dos decenios que grandes naciones europeas profundamente adheridas a los derechos humanos y a los valores universales, entre las cuales se contaba mi país, Francia, seguían aplicándola, y cuando sus Parlamentos dieron el paso de su abolición los debates políticos fueron tan vehementes como lo son hoy en Estados Unidos. Actualmente ha cesado toda polémica.

En toda Europa se gestó una concienciación colectiva que disipó cualquier duda que pudiera quedar al respecto. Esta concienciación, que yo quisiera que llegara también al pueblo norteamericano, se fundamentó en los elementos siguientes: en primer lugar, ningún estudio objetivo ha podido nunca demostrar que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio para la gran delincuencia, y en ninguno de los países europeos que la han abolido recientemente se ha registrado un aumento de ésta; en segundo lugar, las sociedades contemporáneas cuentan con suficientes medios para protegerse sin tener que conculcar el principio sagrado del respeto a la vida humana; la pena de muerte no es más que la subsistencia del arcaísmo de la antigua ley del talión: quien a hierro mata, a hierro muere; en tercer lugar, el macabro escenario de las ejecuciones responde menos a la dignidad que al sacrificio ritual de un homicidio legal; en cuarto lugar, desde el momento en que un Estado de Derecho, perfectamente estable y que dispone de otros medios para defenderse, recurre a la pena de muerte, está debilitando la naturaleza sagrada de toda vida humana y la autoridad moral que pudiera tener para defenderla allá donde esté siendo despreciada; y por último, demasiados condenados a los que se les acabó quitando la vida, fueron posteriormente declarados inocentes, con lo que en tales casos fue la propia sociedad quien, en nombre del derecho que se arrogó, cometió un crimen irreparable.

Con que un solo inocente, en toda la historia de la justicia de nuestras sociedades modernas, hubiera sido ejecutado por error, ya bastaría para condenar radicalmente el principio de base de la pena capital. Desgraciadamente, sabemos que ése es justamente el caso, en especial en los Estados Unidos.

Soy consciente de que la mayoría de la población de vuestro país es favorable al mantenimiento de la pena de muerte y de que en democracia el pueblo es soberano. Pero ¿es eso bastante para que quienes deben dirigir su país con sabiduría y modernidad se sustraigan a sus responsabilidades? Cuando el Presidente Lincoln abolió la esclavitud, ¿contaba con el apoyo de la mayoría de los Estados del sur? Cuando el Presidente Roosevelt alineó a su país al lado de los europeos para restablecer la paz y la libertad en un mundo devastado por el nazismo y sus aliados, ¿tuvo de entrada el apoyo mayoritario de sus conciudadanos? Cuando el Presidente Kennedy impuso el fin de la segregación racial que persistía en algunos Estados, ¿no tuvo la valentía, acaso pagándola con su propia vida, de ir a contracorriente de los muchos que querían mantenerla a toda costa? ¿Es que los políticos de hoy pueden limitarse a ser, por oportunismo o electoralismo, una pálida sombra de esos grandes visionarios que hicieron la unión y la grandeza de vuestra nación?

Deseo de corazón, no como censora sino como amiga de un gran país que es faro del mundo, que los Estados Unidos se unan a Europa para desterrar una pena capital que no tiene ya razón de ser en el nuevo milenio en el que nos adentramos.

 
© European ParliamentResponsible Website : Hélène Lanvert